Juana
la
loca
1877
–
Óleo sobre lienzo
Técnicas
Artista profundamente interesado por la técnica, Francisco Pradilla realizó en su estudio multitud de experiencias y análisis de pigmentos, investigaciones encaminadas a conseguir las calidades y texturas deseadas en sus cuadros.
Y así, desde la multiplicidad de elementos utilizados en sus dibujos con la alternancia de grafismos, procedentes de diferentes orígenes, a sus espectaculares acuarelas donde mezclas por él conseguidas le permitirían realizar esta pintura sobre telas. De esta forma, Cánovas y Vallejo en la crítica de la exposición Amaré de 1902, dice: «El insigne D. Francisco Pradilla, que no es de los que bullen ni de los que se ven con frecuencia en sociedad, sino de los que toman el trabajo artístico como una religión austera y de reglas severísimas que por nada deben quebrantarse, vive al presente dedicado al empeño de pintar una serie de cuadros que, después de concluida, dé una idea de los diversos procedimientos usados en pintura por antiguos y modernos, para demostrar, entre otras cosas, la no exclusiva del óleo, lo deleznable del medio que se emplee con relación al fin y el dominio absoluto del maestro sobre todos esos procedimientos, que vienen a decir que por todas partes se va a Roma. Es de advertir, por supuesto, que esa serie, ya hace tiempo comenzada, amenaza con no acabarse nunca, por falta de ejemplos, porque es el caso que, no bien estampa Pradilla su firma gloriosa al pie de una obra, la ronda de compradores que vaga, digamosló así, alrededor de su estudio, se disputa la nueva producción y adiós demostración y plan y propósitos didácticos. Ahora mismo acaba de suceder eso. Resistíase el maestro a entregar al Sr. Amaré la acuarela que está en la Exposición. Ante amables insistencias cedió, y… el primer día que la acuarela se expuso, despertando el asombro de cuantos la han visto, la vió también el opulento chileno Sr. D. Carlos Edwards, y… Pradilla no ha tenido más remedio que vender la acuarela, con lo cual la perseguida colección vuelve a quedarse coja e incompleta».
Es interesante e este respecto el artículo publicado por Galiay en 1915, en el que escribe:
«Pretendemos, tan solo, hacer ver cómo estudia y madura los asuntos; que delicada labor preparatoria supone el cuadro definitivo; qué procedimientos de ejecución emplea en la mayoría de sus obras, para deducir, de todo ello, que su pintura extraordinaria y bella, no es la pintura ordinaria de caballete.
A Pradilla, ya de antiguo maestro de pintores, se le puede ver, no obstante su maestría, estudiando casi a diario en el Museo, desenmarañando la especialísima técnica de Velázquez o Tiziano, que luego en su estudio, ante el natural, práctica con arreglo a tan escrupulosa observación; y de cuyo incesante, profundo análisis, ha podido deducir, con la firmeza de lo cierto, que la obra gloriosa de los clásicos es, dígase lo que se quiera, fruto de un intenso estudio y de un particularísimo dominio de ejecución. Y la admiración que Pradilla siente por los clásicos, que en otros y para muchos no significa otra cosa que el reconocimiento de una buena época del arte susceptible de mejora y quizá superada por artistas modernos, representa en Pradilla el buen juicio, el estudio detallado y profundo de las técnicas empleadas por una generación de artistas firmes y admirables y la selección de sus orientaciones más acertadas; todo lo cual repercute, agigantado, en la producción gloriosa de este clásico moderno. En el estudio, en el campo, Pradilla persigue siempre el natural con la valentía y el convencimiento de quien puede desdeñar artificios o prescindir de formulismos para crear cuadros maestros. Para él, toda obra requiere un estudio preliminar, que, por sí solo, supone una labor ímproba y difícil: la Historia, el documento, el ambiente donde haya de desarrollarse la escena, son los materiales que el artista, mientras prepara la obra, persigue y desmenuza hasta saturarse de la realidad de ellos. Después, ya en ejecución aquella, prosigue la labor fiscalizadora que depura el detalle y purifica el conjunto. Hablar de la técnica de este artista singular sería describir cuantos medios y procedimientos racionales de hacer hubiéranse puesto en práctica. Pocos otros adaptarían sus pinceles con más facilidad al natural que les impresiona. En sus retratos, como en sus paisajes o en sus pinturas microscópicas, la pincelada o el brochazo aplicáronse siempre resueltamente y con la amplitud requerida».
Concluiremos este aspecto de la técnica en la obra de Pradilla recogiendo un texto de Gascón de Gotor:
«Ha producido un arsenal de estudios hechos por todos los procedimientos, que no cabrían en una sala del Museo Nacional de Madrid; en el paisaje ha producido maravillas; sabido es que no es recetario ni amanerado; el asunto, el sitio donde ha de ser colocado, la importancia de la composición le sugieren procedimientos diversos. Con tales condiciones, con tal dominio de la técnica, puestas a tortura por su gran intelecto, necesariamente ha de producir obras notables, soberbias no pocas» .
La actividad pictórica de Pradilla se centra, casi exclusivamente en la práctica de la pintura al óleo; raramente empleará el temple y ni siquiera en las composiciones decorativas, cuando se le encarga una decoración mural o de techos, empleará la técnica del fresco, tal y como ocurre en la ornamentación del palacio de Linares, donde serán grandes superficies de pintura grasa sobre tela lo que se disponga en los paños arquitectónicos.
Como es tradicional, lienzo, madera y cartón serán los soportes preferidos por este artífice. La imprimación rojiza, acorde a la gran tradición aragonesa, será utilizada en algunas ocasiones y también las imprimaciones neutras o de tonalidades frías -según los casos y de acuerdo a los motivos a realizar y las gamas predominantes en cada composición- encontraremos igualmente en su obra, incluso en los numerosos apuntes paisajísticos o de estudios de cielo, tan frecuentes y característicos en su producción, debido a la espontaneidad y originalidad en su ejecución, y en la que la tonalidad natural del soporte servirá libremente de base al manchado mágico de la obra.
Para los cuadros de historia y grandes composiciones anecdóticas, la paleta de Pradilla presume de unas coloraciones espesas, inteligentemente combinadas pero aplicada la materia con pincel rápido persiguiendo esas frescuras bocetísticas que siempre permanecen en su obra. Acordémonos de la fogata en el cuadro de Doña Juana la Loca o en la descripción del pelo de los caballos en La Rendición de Granada, por poner algunos ejemplos. Y esa paleta irá aclarándose al contacto con las luminosidades italianas en contrastes lumínicos o para hacerse casi de calidades acuareladas en las alegorías, al mismo tiempo que su destreza y permanente empleo de la técnica de la acuarela consiga aligerar tintas y densidades de pigmentos en las versiones definitivas, no en los apuntes.
No obstante, en esos apuntes rápidos, en esas instantáneas de color a las que hacíamos referencia y que constituyen un preciosos apartado en la obra de este intérprete, encontramos una extraordinaria generosidad a la hora de mojar el pincel en aplicaciones algodonosas, de toques amplios y curvos, que se prolongan nerviosamente sobre la superficie. Manchas repletas de sugerencias que pueden no solo hacer cambiar la idea primera del artistas dejándose llevar por su propia genialidad, en esos golpes certeros, sino que le impregnan la retina del espectador con formas ricas en matices y en ideas, al mismo tiempo que producen un particular efecto de vértigo cromático en su anónimo.
Pero ese mismo impulso, como ya hemos indicado, aparece latente en toda su obra. No hay que olvidar que la pintura española de ese momento -y aquí conviene señalar a nombres como Sorolla o Pinazo- se caracteriza, de acuerdo a nuestra mejor tradición, por un manchado preciso y de pincelada que hace los volúmenes breves, exactos. Un manchado que condiciona de principio el cuadro, la misma composición en aras de ese prodigioso y alborotado parpadeo de brillos aislados y guiños de luz entre planos deslizantes en un pálpito de inquietud plástica y sorpresivos hallazgos. Estas obras, como nos sugiere el Profesor Camón Aznar a propósito del boceto «nos sumergen en el artista creador, y el tacto con el genio es así inmediato. Colaboramos con él al rematar conceptualmente esas formas que él nos entrega primaverales y recientes, descortezadas de materia museal, tan íntimas como la primera eclosión de su alma»[i].
Y en este punto, queremos recordar un texto de Galiay a propósito de «un cuadrito de pequeñas dimensiones, cuyo título no conocemos, pero que pudiera ser Mercado de pescado, reproduciendo una escena al aire libre, donde bulle emjambre de gente de mar; esta obra es una de tantas en las que el artista alardeó de su dominio verdaderamente magistral en las artes plásticas. La pintura es fácil y al parecer minuciosa, por el exagerado detalle que a regular distancia puede señalarse; más aproximándose, para observar la técnica, se descubre con asombro, y en éxtasis de admiración se advierte, que el procedimiento de ejecución es muy distinto del supuesto, y que lo que se creían pinceladas nimias, inertes, son brochazos de una soltura extraordinaria, pero medidos con tal arte que cada uno expresa un detalle justo y razonado»[ii].
[i].- CAMÓN AZNAR, José: «El Boceto», Las artes y los días, Madrid, 1965, p. 291.
[ii].- GALIAY, 1915, p. 223.
La técnica de la acuarela, poco practicada por los pintores españoles hasta la segunda mitad del siglo XIX, va a tener en ese momento un notable auge debido, sin duda, al buen número de artistas ingleses que en el período romántico habían visitado España -David Roberts, Jhon Lewis, etc.- a la búsqueda siempre de ese pintoresquismo no exento de tópicos -gitanos, toreros, gentes humildes- que de acuerdo con el exotismo del momento van a cultivar esos artífices. No obstante, y esto es algo aún por estudiar, la presencia de estos maestros anglosajones, verdaderos virtuosos de esa técnica, tradicionalmente, habría de influir de una manera decisiva en las nuevas preferencias de nuestros artistas. Pradilla será, sin duda, uno de sus más asiduos practicantes, encontrándonos en su catálogo con un importante apartado expresado a partir de esas fórmulas pictóricas, llegando a un dominio que nada tiene que envidiar a sus contemporáneos europeos. Son obras que abarcan todos los géneros y que, en ocasiones, llegan a resultar de gran formato, predominando el apartado dedicado al paisaje.
Por otra parte no hay que olvidar que en el proceso oficialista de la institución de la acuarela en España, Pradilla aparece desde su juventud con especial protagonismo. En 1869 se fundaría la primera Sociedad Española de Acuarelistas y entre sus fundadores se encuentran Palmaroli, Casado del Alisal, Ferrant, Valdivieso, Rosales, etc. Francisco Pradilla asiste a las clases de esta institución. Y de la importancia del aragonés en esta técnica conviene citar las frases de Julio Cavestany en la introducción al catálogo de la Exposición de Acuarelas y Aguadas Españolas, donde el ilustre crítico señala que tras David Roberts y Jhon Lewis, pintores que estuvieron en España y a los que conoció Villaamil, habría de tener en cuenta los jugosos paisajes de Pradilla[i].
Y en esa experiencia continuada -afirmando Ossorio que Pradilla «cultiva también la acuarela con tanta asiduidad como fortuna»-[ii], nuestro pintor llega a ensayar distintos materiales y soportes, consiguiendo unas curiosas combinaciones de pigmentos acuosos con albúmina que le permitían desarrollar esta técnica de la acuarela sobre tela. Y resulta interesante, tal y como nos cuenta Gascón de Gotor[iii] que a diferencia de los demás acuarelistas que eligen para sus obras las horas de mayor luz, Pradilla elija la noche para realizarlas. Algo difícil de comprender habida cuenta que las tonalidades acuareladas, de sutilisimas gamas, se prestan a delicados matices lumínicos, comenzando con que en esta especialidad el blanco se toma del propio soporte. De esta forma y como bien señala el profesor Camón Aznar, con pintores como Alejandro Ferrant, Manuel Domínguez o Pradilla, la acuarela en España en los finales del siglo XIX que «hasta este instante había reflejado las maneras y los programas representativos del óleo, ahora domina con su gama cromática y sus planos sumarios e impone sus tonos desleidos, su bocetismo y hasta su leve profundidad sin drama al gran arte. En el fondo de las más monumentales composiciones de estos artistas y de otros contemporáneos, late una nostalgia de la acuarela, una manera de ver los colores y de adelgazar los relieves en estilo de aguada. Prefieren los temas de figuras y el modelado, y la sombra de los pliegues se aprietan como si los pinceles se mojasen en colores de paleta. Pero a su vez, los óleos se aclaran y emblandecen como extendidos con musa de acuarela»[iv].
Y junto a la técnica de la acuarela que, como se sabe consiste en pintura con colores transparentes, vegetales y minerales, y donde como hemos indicado no se utiliza el blanco, Pradilla practica igualmente la aguada, internacionalmente conocida con el término francés «gouache», o pintura al agua, mezclada con goma, miel, hiel de vaca y que resulta de tonalidades opacas. No obstante, nuestro artista llega a utilizar técnicas mixtas, combinando acuarela y aguada con aguazo y agua-tinta.
[i].- CAVESTANY, 1946, p. 13.
[ii].- OSSORIO, 1884, p. 555.
[iii].- GASCÓN DE GOTOR, Tres pintores, p, 11.
[iv].- CAMÓN AZNAR, 1946.
Tal vez sea en esta técnica donde mejor puede apreciarse la capacidad artística de Pradilla y sus portentosas facultades. Así sus numerosos dibujos preparatorios de las diferentes obras, o los simples apuntes de oficio para mantener «el pulso», de distintos «cuadernos de viaje» denuncian un dominio de la pluma y el lápiz poco común, con un trazo nervioso y expresivo que sabe enriquecer con las luces y sombras correspondientes en una alarde de dominio de la técnica que lo convierte en uno de los grandes dibujantes españoles de la centuria. En muchas ocasiones acostumbraba a indicar, en estos dibujos-apuntes, calidades y colores, para después trasponerlos literalmente a la obra definitiva.
Como señala Gascón de Gotor, «para desarrollar un asunto, con rasgos de lápiz o de pluma, reproducía lo que su inventiba creaba; estudiaba la composición siempre pensando en el natural; agrupaba masas para determinar los contrastes y conseguir la linea variada y elegante; adaptaba el asunto al lugar de procedencia y al momento, haciendo real la creación de arte; pues ni aptitudes, ni detalles, ni indumentaria ni fondo eran caprichosos; todo estaba en su sitio y obedecía a un ritmo»[i], insistiendo en este aspecto García Loranca y García-Rama: «la manera de componer la escena es similar, pues Pradilla ya desde estos primeros años trata sus composiciones pensando siempre en el natural, agrupando las masas para determinar contrastes, adaptando el tema al lugar de procedencia y al momento; ni aptitudes, detalles, ni indumentaria son caprichosos, todo está en su sitio, todo obedece a una armonía y esta forma de crear y componer será la constante de su obra, que deja muy pocas cosas a la improvisación cuando de abordar un tema importante se trata»[ii].
En sus dibujos, además, suele emplear técnicas mixtas con toques de pastel, tinta, lápiz, craion, golpes de aguada, etc., al objeto de acentuar matices y rasgos esenciales. Y esta facilidad le permitió su colaboración como ilustrador en diferentes publicaciones periódicas de su tiempo y, particularmente en la Ilustración Española y Americana. Descripción de monumentos arquitectónicos, ambientes populares, instantáneas relativas a sucesos de actualidad, etc., además de transcribir a esta técnica dibujística alguna de sus propias obras. Igualmente participó en la ilustración de algunos libros de diferentes autores. En resumen, y como ya vió Pardo Canalís: «queda aún por decir que Pradilla dominó los secretos y recursos de su arte, practicando con preferencia la pintura al óleo y la acuarela, aunque sin desdeñar el pastel y sin olvidar jamás el dibujo a pluma. Logró exitos notorios, asistido siempre por un dibujo firme, un colorido cálido y pastoso, una fuerza expresiva de primer orden y una habilidad de composición que no es lícito regatearle»[iii].
[i].- GASCÓN DE GOTOR, Velada de homenaje en el Ateneo de Zaragoza en 1921.
[ii].- GARCIA LORANCA y GARCIA-RAMA, 1987, p. 36.
[iii].- PARDO CANALÍS, 1952, p. X.
Temática
Como ya hemos señalado, la inspiración y el interés de Pradilla por cuanto aparecía ante sus ojos le llevaron a la práctica de los más diversos asuntos y las temáticas más variadas.
Desde los grandes argumentos de carácter histórico, hasta prestar su atención a sucesos y personajes cotidianos, a extraer la emoción íntima de las escenas costumbristas, y a elevar su espíritu ante la naturaleza ofreciéndonos llegar por el camino del naturalismo a la irrealidad imaginativa. Nada parecía escapar a su observación permanente, a una tensión plástica que impulsó su ánimo hasta los últimos días de su existencia con la misma pasión que en los años adolescentes. Vitalismo, percepción, penetración sicológica y fuerza expresiva mantuvieron el quehacer diario de ese artista y posibilitó su creatividad en todos los órdenes, en cada uno de los géneros.
Será en la segunda mitad del siglo XIX cuando la pintura de Historia alcance sus más altas cotas, siendo potenciada por el importante aliciente que para los pintores supuso la creación de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Los temas de exaltación patria prevalecerán y así, desde la primera Exposición Nacional de 1856 alcanzará esta pintura el espectacular auge que culminará en las de 1864 y 1866 de una forma espectacular, comenzando a partir de 1871 un descenso que situará en 1876 se punto inferior. Hasta aquí tendríamos la primera generación de pintores de Historia, con Eduardo Cano de la Peña, Luis de Madrazo, José Casado del Alisal, Antonio Gisbert, Eduardo Rosales, Dióscoro de la Puebla y otros.
Los lienzos debían ser grandes, aparatosamente grandes, coloristas y con numerosas figuras. El tema era muy importante, como publicaba en su Manual del pintor de Historia el profesor de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando don Francisco de Mendoza: «debe meditarse mucho sobre la elección del asunto para que tenga interés, y el público ilustrado lo comprenda en el acto, y sea una página de la historia que recuerde un hecho notable bajo cualquier concepto que sea; por bien ejecutado que esté, si el asunto no tiene interés, rebaja infinito el mérito de la obra»[i].
Por varias razones la promoción siguiente lo tenía muy difícil. Porque como indica Julián Gállego, «no bastaba pintar bien. Había que dar con un tema inédito y con garra, que entusiasmase a críticos y espectadores; y había que llenar una tela de gran tamaño, que se viera de lejos, con personajes y accesorios que revelasen no solo la maestría del artista, sino su buena documentación. En esas dificultades pudieron estrellarse muy buenos artistas. Sabemos de las angustias de los mejores por dar con un tema conveniente y por ilustrarlo de acuerdo con la historia»[ii].
Pero un nuevo cenit para la pintura de historia va a producirse con la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1878 y en esta ocasión será una obra de Francisco Pradilla, su Doña Juana la Loca, la que alcanza la Medalla de Honor, máximo galardón según estipulaba el Reglamento de las Exposiciones Nacionales, ordenado por la reina doña Isabel II en 1854.
Y resulta curioso que a pesar de que la producción de Pradilla, dentro de la pintura de Historia, es más bien corta, para muchos -tal y como señaló Pardo Canalís-, el aragonés es «el pintor de historia exclusivamente, conocido sobre todo por dos lienzos reproducidos ad nauseam, apreciación esta fundada en la creencia de que no perjudica tanto a una obra de arte el desconocimiento de su existencia como su difusión arbitraria, pues en tal caso el mensaje que en sí encierra toda creación estética, lejos de recibirse con el espíritu propicio a su mejor comprensión, resulta para tantas impresiones primerizas desposeido de su virtual eficacia y, lo que es peor, condenado tal vez para muchos a perpetua repulsa. En Pradilla sucede que esas dos obras –Doña Juana la Loca y La Rendición de Granada- han absorbido de tal manera la atención superficial de las gentes, que apenas si se conoce alguna otra suya. ¿Quién, sin salir de los temas históricos, sabe que Pradilla es autor de El suspiro del moro, del Bautizo del Príncipe Don Juan o de Doña Juana la Loca recluida en Tordesillas? Que Pradilla fue maestro consumado en la llamada «pintura de historia» sería pueril discutirlo siquiera. Empezó cultivando ese género porque era dominante en una época signada con aparatosa rúbrica de evocaciones pretéritas y que no sé hasta que punto pudiera ofrecer cierta motivación compensatoria para una generación, fogosa como pocas, pero no demasiado revestida de grandeza. Basta repasar los catálogos de las Exposiciones Nacionales para comprobar la afición de los artistas a tales asuntos, cultivados también -la coincidencia es curiosa- por dramaturgos, novelistas y poetas. No faltaron, ciertamente, a Pradilla notables precedentes, a la cabeza de los cuales forzoso es colocar Doña Isabel la Católica dictando su testamento, de Rosales. Pero la singularidad del pintor aragonés estriba, como ha señalado D. José Camón Aznar, en que «se preocupa de uno de los problemas que más pueden justificar estéticamente un cuadro de historia: de la integración ambiental, de manera que todo el cuadro se halle como sumergido en la atmósfera del tema evocado»[iii]. Observación corroborada por la certidumbre de que el pintor de Villanueva de Gállego procedía con probidad de historiador honrado en la preparación de sus cuadros, constituyendo a este respecto un testimonio de mayor excepción la conocida carta que envió al Marqués de Barzanallana, Presidente del Senado, en la que describe La rendición de Granada; consta con seguridad, también, que para conseguir una más adecuada ambientación en este lienzo, hizo un viaje a la ciudad de la Alhambra, viniendo expresamente desde Roma. Hay, por otra parte, información fidedigna que insiste en el estudio detenido de sus obras -de historia especialmente- a base de innumerables apuntes que le permitían una ejecución resuelta al coger los pinceles…»[iv].
En 1873 se creaban las primeras plazas de pensionado de número para la pintura de Historia en la Academia de España en Roma, y Francisco Pradilla, junto con Casto Plasencia, fueron los artistas elegidos en esta especialidad. Así, el destino de Pradilla como pintor de éste género quedaría profundamente marcado por esta circunstancia. Y el cuadro al que antes hacíamos alusión de Doña Juana la Loca, sería su consecuencia más inmediata.
Y en este lienzo se comprueba el enorme atractivo que el paisaje ejerce en la obra de Pradilla, presente incluso en sus cuadros de Historia. Y así, en los fondos de este lienzo, muy bien analizado en este extremo por Francisco Pompey en su Guía del Museo de Arte Moderno, vemos que «el paisaje es una obra maestra de relaciones justas, de matices finos en grises que se funden sin perder su valor propio de color, de luz y de sombras. Ni Delacroix, en sus cuadros de Historia, llegó a lograr un paisaje de fondo con tanta fuerza evocativa de la realidad. Esa gama general en gris, esa armonía de fondo invade admirablemente todo el resto del cuadro. Todas las figuras toman parte no solamente en la situación moral y patética de la escena, también viven y respiran la atmósfera que posee el paisaje. Sobre ese fondo de grises plateados, velazqueños, la trágica silueta de Doña Juana, con su vestido negro, se destaca en perfecto maridaje pictórico con la gama gris del fondo»[v].
Después, y al amparo del éxito obtenido en esta modalidad, nuevos encargos harían más amplio este apartado de su obra. En primer lugar tendríamos la realización de dos lienzos con los reyes Alfonso I el Batallador y Don Alonso V el Magnánimo para el Ayuntamiento de Zaragoza. Poco tiempo después, el Senado, y para su palacio madrileño le encargaría otra gran obra de carácter histórico, La Rendición de Granada.
Y aquí observamos que uno de los grandes aciertos de Pradilla en los cuadros de Historia lo constituye su preocupación por la plasmación del ambiente en el que se desarrolla el asunto representado. La escenografía, el atrezzo, la propia atmósfera, el escenario en suma, en el que se representa la acción. Ya hemos visto, al ocuparnos del cuadro de La Rendición de Granada en la biografía, como Pradilla se traslada a la ciudad del Darro para impregnarse no ya de la luminosidad del propio aire, de conocer rincones de la Alhambra y panorámicas donde pudieron tener lugar dos hechos, sino que copiará pacientemente los cetros y coronas de los soberanos, los rasgos fisionómicos de los personajes en la iconografía existente. Y así, señala Camón Aznar es por todo ello por lo que Pradilla aparece como el primer maestro de la pintura de Historia en su momento porque «hay en sus obras una difícil unidad entre esa sujeción realista y un sentido idealizador, que motiva la enorme popularidad y la arrebatadora sugestión que en su tiempo produjeron sus cuadros. Pradilla se preocupa de uno de los problemas que más pueden justificar estéticamente un cuadro de historia: la integración ambiental, de manera que todo el cuadro se halle como sumergido en la atmósfera del tema evocado. Para ello Pradilla ha movilizado y alterado no sólo el atuendo habitual, sino hasta los elementos naturales»[vi].
Y precisamente en esa reconstrucción, no ya desde el punto de vista arqueológico del escenario, sino en el intento de recrear el momento histórico narrado, como llevando al espectador a través de la máquina del tiempo al instante geográfico y cronológico del hecho, con imaginación y temblor emocionado radica el mágico equilibrio que produce unos resultados que todavía hoy continuan sorprendiendo e interasando al espectador. Máxime cuando la pintura de Historia cayó en un profundo desdén durante años, pues como opina Julián Gállego, «lleva ya tres cuartos de siglo de atacar, no cada cuadros por sus propios defectos o excesos, sino, como escribía Unamuno, a la «horrenda y deshonrosa escuela que podríamos llamar histórica, o más bien escenográfica», condenada así en bloque y sin remisión, o ese tornillo dogmático y hasta inquisitorial que para los españoles es el pelo de la dehesa, que nunca acaban de perder»[vii].
Y ese ánimo por la pintura de historia se mantendrá vivo a lo largo de toda su vida, no perdiendo el aragonés en ningún momento la ilusión de volver a realizar más composiciones con esa temática, aunque las circunstancias, la cronología final y la nueva clientela surgida con el nuevo siglo hicieran poco viable la consecución de unos logros que por otro lado representaban siempre un gran esfuerzo. Y así nos ofrecerá en sus dos últimas décadas de vida varias versiones de Doña Juana la Loca recluida en Tordesillas -tema este de la desdichada reina que pensamos le llegó a obsesionar- y el impresionante cuadro del Bautizo del Príncipe don Juan, pintado en 1910 y que podríamos poner como punto final de la buena pintura de historia.
Ocupa pues Pradilla, como apunta Pardo Canalís, «un lugar sobresaliente en nuestra pintura de historia, entre cuyos cultivadores llegó a alcanzar jerarquía de definidor…[viii], insistiendo Camón Aznar: «Porque a Pradilla, aunque murió en 1921, es preciso considerarlo como el más representativo de los pintores que cultivan el género histórico en su etapa ya final…[ix]«.
[i].- MENDOZA, 1870, p. 31.
[ii].- GÁLLEGO, 1979, p. 22.
[iii].- CAMÓN AZNAR, 1948.
[iv].- PARDO CANALÍS, 1952, pp. VI-VIII.
[v].- POMPEY, 1946, p. 60.
[vi].- CAMÓN AZNAR, 1948.
[vii]. GÁLLEGO, 1979, p. 17.
[viii].- PARDO CANALÍS, 1952, p. VIII.
[ix].- CAMÓN AZNAR, 1948.
Podemos afirmar que, en lo referente al paisaje, Pradilla aparece como digno sucesor de los pioneros y profetas de la paisajística española, Carlos de Haes y Martí Alsina, sumido ya en lo que se convierte en tradición y asimilando sus esquemas técnicos y estéticos fundamentales y al mismo tiempo, aunándolos a una escuela, la suya, la aragonesa, donde el bocetismo, la impronta de la pincelada surge, desde generaciones, espontánea y rápida, fresca y definitiva. Con brillos aislados, con algodonosas concepciones de cielos trémulos y luces vibrantes que animan unas composiciones de dibujo nervioso y manchas convincentes, señalando Gascón de Gotor que «en paisajes pintó maravillas: el asunto, la escena en que ha de ser desarrollado, la importancia de la composición, le sugirieron procedimientos diversos. Indudablemente, si solo hubiera pintado paisajes habría que reconocerlo como el primer paisajista de su época»[i]. Insistiendo Camón Aznar que «el aspecto que creemos más importante del arte de Pradilla y por el que coincide con lo mejor de su tiempo es como paisajista. En sus apuntes recoge el instante lumínico con la más afinada acuidad, sensibilizando todos los elementos de esas perspectivas por la luz singular y precisa que las baña. Son sobre todo las anchas campiñas romanas o aragonesas las que su pincel recoge con mayor emoción, en matices sutiles y graduados, procurando vastos celajes, donde se recuestan holgadamente los crepúsculos o donde se despliegan las nubes en pánicas formaciones»[ii].
Armónicamente, Pradilla consiguió una verdadera paradoja plástica a base de enfrentar formas y horizontes, cielos repletos de nebulosos ocasos, de ventosos ambientes recogiendo en reflejos certeros las esencias de esas panorámicas recortadas por colinas que aparecen ante la infinitud de solemnes celajes. Y todo ello con briosos contrastes, con intuiciones lumínicas y sombras cargadas de un claroscurismo vespertino que parece inundarlo todo.
Son numerosas las afirmaciones de la plenitud de Pradilla como paisajista destacando las de su paisano y amigo el también pintor Hermenegildo Estevan: «Pocas veces he oído decir el paisaje con menos esfuerzo. Si Pradilla hubiera dedicado todas sus energías al paisaje hubiera creado un camino nuevo; porque tiene momentos en que reune el realismo más eficaz, el idealismo más absoluto y alcanza a producir la sensación conmovedora de una hermosa frase musical, pidiendo a los ojos las lágrimas de la emoción»[iii], insistiendo que «estas notas y estas impresiones rápidas dieron a Pradilla aquella maravillosa manera de interpretar sus cuadros de paisaje y la facilidad y flexibilidad para mover y agrupar las figuras de sus cuadros».
Muchos son los rincones y ciudades españolas que merecieron la atención y recreada visión de Pradilla. Su Aragón natal sería repetidamente recogido por el artista. De sus resultados tenemos las críticas elogiosas de sus paisanos Pardo Canalís y Gascón de Gotor. El primero destaca que «Pradilla «pintor de historia», lejos de limitarse a explotar temas pretéritos, fecundos en triunfos personales que por clamorosos habrían de resultarle especialmente gratos, abordó los que las nuevas tendencias de fin de siglo propugnaban como una réplica impetuosa, de atmósfera vibrante y espontánea, frente al combatido convencionalismo de los grandes cuadros de historia dramáticamente aparatosos. Procedió Pradilla en tal sentido, con rigor de impresionista minucioso, según acreditan sus paisajes, entre los cuales -digase de paso y por cuanto afecta a un lugar maravilloso de Aragón- hay bastantes del monasterio de Piedra, uno de ellos por cierto, ambientado con primores idílicos, La lectura de Anacreonte[iv].
En Madrid, tal vez la ciudad donde más años residió, igualmente supo incorporar los conjuntos urbanos y de los alrededores en sus lienzos. Y así dice Hermenegildo Estevan: «de las horas libres del día no perdía un minuto, haciendo apuntes a lápiz e impresiones de color constantemente en todo cuanto llamaba su atención, en cafés, calles, paseos, riberas del Manzanares. Estas notas y estas impresiones rápidas dieron a Pradilla aquella maravillosa manera de interpretar sus cuadros de paisaje y la facilidad y flexibilidad para mover y agrupar las figuras de sus cuadros».
Galicia es otro de los escenarios elegidos por Pradilla para plasmarlo en su obra. La circunstancia de que su mujer fuese de esta bella y entonces casi desconocida región para los propios españoles, supone un aliciente más para que el artista reiteradamente tomase vistas de estas tierras a las que llegó por primera vez en 1871 y captando a sus pescadores, los mercados de Vigo y Noya y sus impresionantes paisajes.
Hermenegildo Estevan nos cuenta en su diario: «de esta época y de la dicha campaña artísticas en Galicia (…) son algunas tablitas que vió en el estudio de Haes y en casa del banquero Bauer y que sobre todo estas ultimas eran un encanto de color. Pocas veces he oído decir el paisaje con menos esfuerzo. Si Pradilla hubiera dedicado todas sus energías al paisaje hubiera creado un camino nuevo; porque tienen momentos en que reune el realismo más eficaz, el idealismo más absoluto y alcanza a producir la sensación conmovedora de una hermosa frase musical, pidiendo a los ojos las lágrimas de la emoción»[v]. Y de estos cuadros de paisajes gallegos, de su manera de entender el paisaje, tenemos el testimonio literario del propio Pradilla cuando en 1903 se refiere a su lienzo La ribera de Vigo en 1889. Al mismo tiempo nos está poniendo de manifiesto sus ideas sobre la pintura al aire libre siguiendo a la llamada escuela de Barbizón que a partir de 1836 había comenzado a poner en práctica esta filosofía con nombres como Rouseau, Dupré, Troyon, Bonheur o Jacques, todos ellos a los que Pradilla conocería a través de su obras en las exposiciones parisinas: «pertenece esta pintura a una serie de cuadros pequeños con los que me propuse estudiar en lo posible delante del natural la verdad, pudiéramos decir objetiva y subjetivamente; de escenas pintorescas al aire libre, con propósito también de compenetrar cada una de estas escenas, de la luz de diferentes horas del día[vi]; a esta serie pertenece mi Misa al aire libre en la romería de la Guía, Vigo, cuadro que fue expuesto sucesivamente en Viena y Berlín, obteniendo dos grandes medallas. Considero esta Ribera de igual o superior importancia artística, entre las mas»[vii]. Al mismo tiempo desarrollaba el mismo espíritu que su amigo Casto Plasencia intentaba implantar en su ensayo de Escuela de Paisaje en Asturias, una aventura desgraciadamente frustada.
En Italia varias son las ciudades cuyos pintorescos encuadres o monumentales perspectivas, son recogidos por su paleta en grandes contrastes temáticos dentro del género paisajistico. De esta forma y frente a los rincones florentinos o romanos tenemos como contraste su visión de las Lagunas Pontinas, donde Pradilla trabajó por espacio de ocho años y donde tuvo casa y estudio. De 1889 a 1896 puede fecharse este período. Independientemente de las descripción plástica que el artista nos ofrece en sus cuadros y apuntes, tenemos un testimonio valiosísimo, verdadera pieza literaria, en la que con pluma directa, Pradilla nos da una puntual visión de este extraño lugar: «Paludes pontinas se denomina a la extensa comarca de la provincia de Roma que de una parte baña el mar Tirreno y de otra confina con las montañas de los Volsgos, extendiéndose desde la desembocadura del Tiber hasta Terracina, la antigua Anxur del pueblo Volsgo.
Cubierta por el mar en la edad prehistórica apenas se alza hoy sobre su nivel, dando lugar al enorme estancamiento de aguas que bajo la acción de este clima meridional produce la famosa «malaria». Tierra triste y misteriosa en invierno; a veces de aspecto desolado, cubierta en otros de sombríos bosques poblados por jabalies, ciervos, búfalos y toros medio salvajes, presentase en primavera como un mar de flores, mientras que en el verano reina señora la fiebre, diezmando a los pobres pastores y aldeanos que tienen que permanecer para ganar su pan en aquellas regiones pestíferas.
De aquí el que su escasa población sea transitoria; no existen pueblos, habitando en pobres y pintorescas cabañas de paja o cañas aisladas y repartidas en la inmensa palude, trasladándose estos míseros aldeanos, carboneros o pastores, cuando la «senalaria» o la necesidad de buscar trabajo lo exige. Hecha esta necesaria disgresión, réstame añadir que el maiz se produce allí en cantidad fenomenal, es la riqueza de la comarca y esto explica el título de mi cuadro Fiesta de fin de la recolección del maiz que no es más que restos casi perdidos de fiestas paganas que el dios Pan debió presidir y que Virgilio debió presenciar cuando recorría y cantaba esta poética tierra o nutría de naturalismo la inspiración que compuso las «Georgicas»[viii].
De esta forma podemos afirmar que Pradilla ha descubierto con otros pintores el encanto del mal tiempo, del lodo, de la vegetación triste, del cardo espinoso.
También Venecia, la ciudad mil veces llevada a los lienzos por los artistas del siglo XIX, animados por el aliento romántico que de ella se desprende, serviría de inspiración a Pradilla. Y una vez más, los apuntes tomados en la Ciudad de los Canales servirían a nuestro artista para después, en la serenidad del estudio poder interpretar rincones y panorámicas paisistas e su entorno. Así, dice Federico Torralba: «lo que más nos gusta hoy de su producción, por su jugosa pincelada sobre todo, son los paisajes, en ocasiones realmente delicados, como ocurre con lo que pintó en Venecia o, mejor dicho, sobre Venecia, pues no hay duda de que son obras reconstruidas o reinventadas en el taller partiendo de apuntes, estos si, seguramente, del natural: lo animado de la ejecución pictórica de esas obras y lo matizado de su textura le confieren auténtica calidad»[ix].
Y será sobre todo en los estudios preparatorios, en las ideas rápidas para esas composiciones acabadas de sus versiones paisajistas, en sus deliciosos bocetos, en suma, donde Pradilla consiga una dimensión acorde con el ritmo de interpretaciones de la naturaleza en su momento. Porque como señaló el profesor Camón Aznar, es en esos apuntes donde «los pinceles se adaptan a la flexión de las ideas y cada toque es como un fulgor mental que recoge lo esencial de las formas y del pensamiento. Las cosas quedan así porosas y vivas, prestas a transmutarse según los giros de la emoción, con maleabilidad suficiente para adaptarse pulposas a todas las distensiones de la imaginación. La técnica del boceto tiene que ser por esto tan rápida como la ideación, con un predominio de los primeros términos que serpentean audaces en golpes veloces en un impaciente rayado, adaptado con agilidad a la inspiración del instante creador»[x].
De esta forma, a la obra de Pradilla podría decirse, en lo que a este genero se refiere, las frases que otro paisajista español, Aureliano de Beruete, dijo del inglés Constable: «no se parecía a nadie; ni clásico ni romántico, no encajaba en ninguna clasificación… en sus cuadros había una interpretación tan personal de la naturaleza, un color tan potente y atrevido, que desconcertaba… adelantándose a su época, veía en el natural, más que la belleza de los objetos en sus líneas y colores, los juegos y contrastes de la luz… Repetía los mismo asuntos varias veces, según era distinta su iluminación». Y así ocurre con Pradilla, «Fascinado por la naturaleza, los cambios que esta experimenta, según sean las condiciones y la luz solar, pinta numerosas obras en las que especifica de su puño y letra la hora en que está tomada e incluso el tipo de color con que lo ha llevado a cabo»[xi], lo mismo cuando recoge con sus pinceles la luz y el ambiente de las Lagunas Pontinas en Italia, que la opacidad cromática de Galicia o las claridades castellanas repletas de recios matices, frente a la blancura como totalidad de los cielos mediterráneos.
Y así, frente al academicismo al uso, mortecino y romanticón en el que se debate el arte español en su juventud, el aragonés, siguiendo los caminos y dictados de hombres como Haes o Alsina, supo, al igual que el ya citado Constable, hacerse la pregunta crucial: ¿Por qué estar siempre viendo y copiando los lienzos viejos y ennegrecidos, en vez de contemplar la vegetación y el sol». Y el paisaje de Pradilla se hizo. Y los llevó a los más diversos géneros, incluida su pintura de Historia, tal y como vemos los fondos de Doña Juana la Loca, colaborando decisivamente al ambiente del cuadro o en la Rendición de Granada, resultando de sus numerosos apuntes tomados pacientemente en la ciudad del Darro para tal fin.
Concluiremos esta aproximación al paisaje en la obra de Pradilla con unas frases escritas en carta de 20 de febrero de 1878 -todavía al principio de su dilatada carrera- al aragonés y concejal del Ayuntamiento de Zaragoza don Agustín Peiró cuando se le encargan los dos retratos de los monarcas aragoneses: «Ahora bien, ¿Conservará V. todavía sus aficiones artísticas verdad? supongo que cultivará la pintura de paisage para la que mostraba tanta afición: no es pequeño mi deseo de cultivar tan finísimo camino del arte, poco desarrollado todavía en nuestro país y espero tiempo solamente para ello[xii].
[i].- GASCÓN DE GOTOR, Tres pintores, p. 12.
[ii].- CAMÓN AZNAR, 1948.
[iii].- Los primeros pensionados…, pp. 28-29.
[iv].- PARDO CANALÍS, 1952, pp. VIII-IX.
[v].- Los primeros pensionados, pp. 28-29.
[vi].- PRADILLA, 1903.
[vii].- PRADILLA, 1903.
[viii].- PRADILLA, 1903.
[ix].- TORRALBA, 1979, p. 11.
[x].- CAMÓN AZNAR, 1948.
[xi].- GARCIA LORANCA y GARCIA-RAMA, 1987, p. 33.
[xii].- GARCÍA GUATAS, 1986, p. 296.
Partiendo de las coordenadas que regulan la valiosa pintura costumbrista española que surge con el movimiento romántico, Pradilla va a practicar este género desde una óptica personal que hace de sus composiciones -tanto si se refieren a asuntos italianos como a españoles- un alarde de jugosidad y gracia, impregnando estos lienzos o acuarelas de inusitados matices y leves apreciaciones sugerentes. No se queda en la pura anécdota del tipo popular o en el simple reflejo de la escena doméstica, sino que sabe poner de manifiesto cuanto de espontaneidad y naturalismo tiene esta temática, subrayando detalles y cuidando los extremos más precisos. A este respecto R. Pulido hace la siguiente apreciación sobre la obra de Pradilla en este apartado: «sus cuadros de costumbres italianas y españolas tienen un positivo valor artístico; son obras sugestivas, porque tienen interés y belleza; en ellas buscó Pradilla con gran afán todos los encantos que la Naturaleza puede dar de sí; la psicología de los personajes y el ambiente. Las Lagunas Pontinas y los pueblos de Galicia fueron manantial para que sus pinceles recogiesen notas que habían de convertirse en cuadros de una vida y gracia extraordinarias. No han faltado críticos que le han negado a las obras de Pradilla ambiente, emoción y calidades; precisamente esas cualidades, consecuencia de profundo estudio, es lo que más destaca en las obras de este pintor, porque supo contemplar la Naturaleza como pocos pintores y trasladarla a sus pequeños y grandes lienzos con fervoroso recogimiento»[i].
Pescadores y mercados de Vigo y Noya, calles de pueblos y ciudades de Aragón y Castilla; procesiones, rastros, artesanos… visiones coloristas y sentidas; estampas de costumbres ancestrales. Toreros y picadores acercándose con especial penetración sicológica, huyendo del tópico fácil, al género taurino. Y luego, Italia, los hombres y mujeres de las Lagunas Pontinas, sus formas de vida y de trabajo, sus barcazas y su miseria; su alegría y sus esperanzas perdidas en cortejos que tienen algo de estampa proletaria y mucho de comitiva fúnebre entre el hedor y el calor enfermizo del ambiente. Pardo Canalís, con su peculiar percepción, dice: «una faceta asimismo de gran interés en la producción de Pradilla viene representada por sus composiciones de carácter costumbrista a las que puede afirmarse que ofrendó los más continuados afanes de su pincel. De su estancia en Roma data una serie de obras que recogen escenas de la vida cotidiana, ya en la urbe o en el campo:parajes pintorescos, fiestas, tipos, episodios de las pontinas, etc.»[ii].
A los últimos años de Pradilla corresponde una serie de la que conocemos diversos ejemplares, donde el tipismo madrileño en lo que entonces constituía la visita de los Sagrarios en Jueves Santo,llenaba las más céntricas calles de la capital -el artista elige la calle de Alcalá, junto a Cibeles- de bellas mujeres ataviadas de manolas con negra mantilla, rosario y devocionario, y a las que nunca faltaban el adorno y la alegría de los claveles. Uno de estos lienzos es comentado hábilmente por José Galiay: «Conocemos otro cuadro, de mayores dimensiones, representando un grupo de muchachas madrileñas, que ataviadas con el traje clásico de los días de Semana Santa, atraviesa al atardecer, la calle de Alcalá. La figura que aparece en primer término es una bellísima muchacha tocada con mantilla blanca, en cuyas blondas de encaje descúbrese lo sobrio de la pintura. El dibujo de todo el cuadro acusa un caudal de observación, revelador de la concienzuda preparación del artista; todas las muchachas entrelazan sus brazos, y las manos inertes aprisionan el abanico o el libro de oración; y este detalle, tan insigificante al parecer, pero de una monotonía difícil de disfrazar, y terrible escollo que otros hubieran rehuido, resulta en esta obra del alarde del maestro; no hay dos manos en la misma actitud, ni el conjunto descubre artificio alguno en la composición; es la misma realidad trasladada al lienzo»[iii].
[i].- PULIDO, 1930, pp. 6-7.
[ii].- PARDO CANALÍS, 1952, p. IX.
[iii].- GALIAY, 1915, pp. 224-225.
Podemos afirmar que no fue en el género del retrato donde Pradilla se encontró más cómodo, siendo el menos cultivado en su amplia producción. No le agradaba tener que ceñirse a las exigencias del modelo y cliente que demandaba al pintor, lógicamente, ese parecido físico que además debía ser favorecedor. A propósito de esto, recogeremos de Miguel España una curiosa anécdota que aclara cuanto decimos: «Habiendo hecho un retrato de una señora, a la que favoreció algo, disminuyéndole ligeramente los incipientes estragos de su belleza de treinta y ocho años, recibió un día en su estudio la visita de una señora esposa de un altísimo político de la época, amiga íntima de la agraciada. La indignación de la amiga por este favor no tuvo límites, llegando hasta la ofensa personal»[i].
Supo, sin embargo, hacer gala de su percepción psicológica para la captación del carácter de sus modelos, acentuando un especial naturalismo que le permitió ofrecer versiones veraces de los rasgos fisionómicos y aposturas de los retratados. Esta última cualidad fue sin duda un verdadero inconveniente a la hora de los encargos, impidiéndole el que realizara un mayor número de estos ejemplares. El público de su época, como en casi todos los tiempos, prefería que su efigie resultara agraciada por el pintor, quien debía corregir defectos y acentuar los rasgos más agraciados, y el temperamento artístico de Pradilla no se prestaba a estos artilugios. De esta forma dice Pardo Canalís, «escasamente conocida es su actividad como retratista, a la que pertenecen, sin embargo, diversas obras, representando su propia efigie, las de Amador de los Ríos, familia Royo, Marquesa de Encinares, etc. Se sabe, igualmente, que en algunas composiciones –Baile en la playa, por ejemplo- trazó retratos de personas de su intimidad y hay fundada sospecha de que El abanderado, perpetuó con soberana maestría el rostro señorial de un amigo entrañable. Mas con todo, no fue Pradilla un cultivador constante del retrato, debido, según parece, a su poca disposición para encubrir con veladuras de ficción adulatoria rasgos y detalles ingratos de los propios modelos»[ii].
Ramón Pulido, que conoció a Pradilla en Roma, afirma que «hizo algunos retratos muy bellos; pero como el retratista, si quiere ser grato al retratado, tiene que adular, y con esto no transigía Pradilla, rechazaba la mayoría de los retratos que le encargaban, aunque estos fuesen de grandes y muy encopetados personajes»[iii].
Como dato curioso destacaremos que Pradilla fue repetidas veces invitado para ir a Palacio a retratar a los miembros de la familia real, excusándose en las diferentes ocasiones por la poca motivación que para él significaba este género de pintura. Finalmente recordaremos que por su íntima amistad con la familia Royo-Villanova de Zaragoza, nuestro artistas fue capaz de realizar tres retratos tomados de fotografía, dato que nos cuenta Gascón de Gotor: «Los retratos de la familia Royo Villanova fueron pintados de encargo y de fotografía. Estos retratos: un busto, una figura femenina de cuerpo entero y una media figura con uniforme de jefe de administración, plantearon al artista varios problemas: pintar de memoria, de una mala fotografía. La cabeza, nada sencilla por la estructura de sus facciones y tonalidades; crear una figura sin conocer el modelo… En el retrato de la señora de Royo Villanova, pintado con gran soltura, los ropajes están realizados primorosamente»[iv].
[i].- ESPAÑA, 1921.
[ii].- PARDO CANALÍS, 1952, p. X.
[iii].- PULIDO, 1930, pp. 7-8.
[iv].- GASCÓN DE GOTOR, Tres pintores, p. 13.
La temática mitológica y alegórica en Pradilla aparece por un lado supeditada a su labor como pintor decorador en muros y techos de mansiones como el palacio de Linares o el palacio Gayo y por otro a sus obras e caballete. En realidad, los programas iconográficos en las decoraciones murales se desarrollan no ya en Pradilla sino en todos los pintores españoles del momento de una manera ecléctica. Por un lado se mantienen las fórmulas tradicionales en sus arquetipos marcadas por los iconólogos renacentistas y barrocos -Cartari o Ripa, actualizadas en el tratado de Castellanos que tuvo gran difusión entre los artistas españoles de la época de Pradilla- y conservadas en su ortodoxia desde las Escuelas dependientes de las Reales Academias de Bellas Artes con San Fernando a la cabeza. Pero por otro, el esfuerzo de los simbolistas franceses y alemanes, actualizando no sólo ideales de belleza, sino aportando interpretaciones y simplificando atributos están indicando para estos pintores españoles que viajan a París y Roma, nuevas metas y cotas estéticas. Sin olvidar lo que de revolucionario hubiese tenido movimientos como el prerrafaelista o el nazareno, imposibles de olvidar aquí por lo que esas corrientes tuvieron de ruptura en los modelos tradicionales mantenidos por las escuelas oficiales de Bellas Artes de Europa.
Una mayor acentuación de ámbitos vaporosos, de cielos reinventados, con profusión de elementos florales, gasas y tules y rostros de un naturalismo que nos acerca a fisonomías y además contemporáneos se desarrolla entre claridades más mundanas, sin solemnidades ni grandielocuentes olimpos. Pero que tampoco nos recuerdan las coquetas decoraciones de «boudoir» rococó, a la manera de Boucher y su círculo. Un cierto erotismo doméstico es el que envuelve a estas nuevas diosas rodeadas no ya de querubines o «putti» convencionales, sino de verdaderas criaturas tomadas fielmente del natural. Viene todo ello a significar el final de un largo ciclo que sólo tendrá ya sus últimas consecuencias en interpretaciones holliwoodenses, evasiones chaplinescas -recordemos aquí el sueño de Charlot en «El chico»- o versiones oníricas del expresionismo alemán cinematográfico. Pradilla así, junto con Domínguez, Ferrant, Muñoz Degrain y algún otro, van a significar por tanto y a pesar del obligado eclecticismo señalado, el ocaso de un género que por otra parte y debido a razones que no tienen lugar aquí, tuvo a lo largo de los siglos poca fortuna entre nuestros pintores.
O
bras
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